EL CUERPO QUE NO CEDE


I

Escribo y lloro como quien se acuna en la mecedora de un dios huérfano, cada gorrión de éste hogar miente, dicen de mí lo que gritan las ciudades sin luces. Tejo una casa de palabras tuertas para mi padre, mientras él atora su apellido en los ojales de un torso sin otoño, me debe tanto ese otoño. Nadie conoce su nombre, le arrancaron el rostro en los adentros de mi cuerpo, el corazón de una arpillera también sabe de cicatrices.


II

La condena que nubla los rieles de nuestra pampa, colma de silbidos los gestos del viento. Nos debe tanto el norte, tierra seca. Ya no me mira de frente, dice que no, que no quiere más de mí ni del cielo triste que presiona su garganta. Abrir tanto el pecho que quepa su fuego entero. Vacío a vacío su casa, como si dar saltitos sobre las voces de sus órganos quitará de mí la muerte de sus hijos, todos cargan con los huesos de sus hijos. Nos quedan los límites de su ombligo y la profundidad que revienta los tímpanos, tres cuartos de nostalgia al costado de su partida y un río amargo que converge en mi boca. Miro como arrastra su cuerpo – corazón, su cuerpo – corazón similar al mío. Entonces comprendo que su música triste no conoce el tráfico de mis caderas o el musgo que sobrevive en la humedad del desapego. Nacimos juntos tan juntos sin aliento entre nosotros, con los rastros de sus heridas anclados en el pescuezo y un puñado de culpas colgando de sus pupilas. Ya no calzamos en sus calles nos expulsaron en el desgarro de sus gritos. Vamos tejiendo las rutas del silencio junto a sus huérfanos, el amanecer de ésta patria ya no me pertenece.


III

Soltar los palillos, acurrucar la histeria de ésta prosa.
Boca picoteada la memoria.

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